Para ilustrar a nuestro lector del origen del mito de la ocultación del Archivo napoleónico en el Castillo de nuestra ciudad de Burgos que tanto defendió el General Centeno, añadimos aquí las páginas 151 y 152 de la obra «Burgos en la Guerra de la Independencia» de Anselmo Salvá, prestigioso cronista e historiador de principios del S.XX.
Previo aviso del Comandante de Armas, el rey José se
presentó en Burgos el día 9 á las dos de la tarde, hospedán-
dose en el Palacio del Arzobispo, donde pasó ya muy poco
tiempo, ocupadísimo y preocupadísimo, lleno de negocios,
solicitado por mil partes, rodeado de generales, ministros y
funcionarios, medio loco sin duda y con el ánimo segura-
mente abatido y angustiado. Tanto más cuanto que en su
persecución venía ya para Burgos buena parte del ejército
aliado que mandaba Wellington. Aun pasando las que ya
pasaban, los franceses obligaron que a la entrada del rey se
tocasen todas las campanas y se celebrase una aparatosa y
muy ceremoniosa recepción en Palacio. Detrás del rey vino
el gran convoy, aquél famoso convoy en el que se llevaban
casi toda la riqueza mueble de España.
Llegó también una enorme partida de tabacos, que venía
a nombre de D. José Lorenzo Casadavant, ordenándose á la
Intendencia y á la Municipalidad que la custodiasen como si
fuese de la Real Hacienda y en el mismo sitio en que se cus–
todiaban los tabacos del gobierno.
En el mismo día el gobernador, sin contemplaciones, sin
reflexionar en las consecuencias, mandó que se pusieran ban-
dos para que todo vecino declarase, antes de las cinco de la
tarde y bajo pena de muerte, el trigo, cebada y harinas que
tuviera, para tomarlo á los precios corrientes. Al mismo tiem-
po embargó todos los hornos y todos los molinos. Con res-
pecto al arroz, legumbres, aceite, bacalao y otros artículos,
dio la misma orden al día siguiente.
El general d’Orlón, pedía un estado de todos los puentes
y hondonadas existentes en las cercanías de Burgos; otros
generales pedían guías para Orbaneja de Rio Pico, otros pro-
pios para llevar cartas á Castañares, otros carros para traspor-
tar el Archivo del Gobierno.
«El Sitio de Burgos» de François Joseph Heim
Empezaban el desorden y la confusión, aumentados en
aquella noche por un horrible incendio que se declaró en la
casa del médico D. Ramón Abad, sita en Cantarranillas, y que
duró algunos días, se propagó bastante y amenazó arrasar
medio pueblo.
Al día siguiente, 10, el conflicto, de otro género, fué más
grave. Como era lógico, el vecindario se encontró sin pan,
y por esta justa causa, los clamores, los ayes, las recrimina-
ciones, las amenazas, la actitud, en fin, del pueblo, pusieron
espanto en el ánimo de los regidores. Acudieron inmediata-
mente á las autoridades francesas, que todo lo habían embar-
gado, mandaron verederos á los pueblos más próximos y, por
el pronto, satisficieron una parte de la necesidad del vecinda-
rio. Con el fin de evitar la repetición del tremendo caso, la
Municipalidad designó una diputación para que fuese i ex-
poner al rey lo que sucedía. No pudieron los diputados ver-
le, vieron al Intendente, y éste prometió hacer é hizo cuanto
le fué posible para evitar que el vecindario careciese de pan
en absoluto. La escasez, sin embargo, en aquellos días fué
grande, y los vecinos de todas clases sufrieron no pequeñas
amarguras.
No contentos los franceses con arrebatar todo comestible,
exigieron á la Municipalidad que, para las cinco de la tarde
de dicho día 10, pusiera en la caja del recaudador del ejérci-
to, 30.000 reales, á cuenta de la contribución de la ciudad ó
de cualquier modo, bajo la más rigurosa y estrecha responsa-
bilidad. Los regidores citaron á todos los que estaban en des-
cubierto por la contribución, los arrestaron hasta que verifi-
casen el pago, los rogaron al mismo tiempo que realizasen el
mayor sacrificio que pudieran, y así sacaron cerca de 22.000
reales.
Y cuando los vecinos andaban por las calles, ansiosos de
noticias, investigando lo que podía significar tanto atropello,
conversando sobre lo que podría ocurrir y descargando en
palabras toda su ira contra los que le tenían en tal estado,
vieron que en las esquinas se pegaba un bando, y leyeron en
seguida en él un aviso del Comandante de Armas, en que pre-
venía á los burgaleses que, si oían detonaciones ó disparos en
el fuerte, no se alarmasen, pues todo sería exclusivamente en
servicio del ejército.
En el día 11, dispuso el general Hugo que el gran convoy
evacuase la plaza con toda su gente, á excepción de los mi-
nistros y de las personas indispensables para el servicio del
rey. Y salió, en efecto, toda aquella interminable hilera de
carros y otro género de vehículos, custodiados por tropas
francesas, por jurados españoles, por funcionarios públicos
españoles también, por cuantos habían servido la odiosa cau-
sa del extranjero.
A l Consistorio acudieron muchos de los servidores de los
franceses, para entregar las llaves de los edificios ó viviendas
en que habían habitado, manifestando que dejaban los efec-
tos bajo la custodia de los regidores, quienes se enterarían de
á cuáles vecinos pertenecían y los entregarían á sus dueños.
A l amanecer del día 12, la Municipalidad recibió, del In-
tendente de la provincia, este oficio:
«Caso de evacuarse temporalmente esta plaza, yo espero
que la Municipalidad, el Cabildo, las demás Corporaciones y
sujetos principales del pueblo concurrirán por su parte á
mantener el orden y la tranquilidad, á calmar los ánimos y á
ahogar el exaltamiento de cabezas, cuidando muy particular-
mente de la asistencia de los enfermos y de las personas re-
fugiadas que puedan quedarse en él.—Inmediatamente que
alguna casa de los refugiados quede vacía, la Municipalidad
comisionará un individuo de confianza que cuide de recoger
los efectos de cada casa, forme inventario y los conserve á ley
de depósito, bajo su responsabilidad, salvo fuerza mayor, en
cuyo caso la Municipalidad y todo el vecindario responderán
de los efectos ó su valor… Yo por mi parte doy las gracias á
la Municipalidad de su actividad en estas últimas circunstan-
cias.- Blanco de Salcedo.»
Con noticia oficial ya de la evacuación de la plaza y te-
miendo la confusión y el barullo propios de un caso seme-
jante, con todas sus tristes consecuencias, los regidores, que
no se sabe cómo podían tenerse en pié, tomaron las posibles
precauciones, formando rondas de vecinos honrados, patru-
llas de gente armada y comisiones encargadas de llevar la
tranquilidad á los vecinos.
Pero la verdad es que en seguida observaron un desorden
estupendo: las tropas francesas, completamente indisciplina-
das, comenzaban á cometer los mayores desmanes. Asaltaron
el Hospital de la Concepción, llevándose cuanto allí había;
fueron al almacén de tabacos, y atropellando al administra-
dor y al personal subalterno, se repartieron aquéllos en me-
dio de grandes disputas y atroces vociferaciones. Del mismo
modo invadieron las casas yermas, los conventos, algunas
iglesias, los almacenes, todo, y se apoderaron de cuanto ha-
llaron, causando entre el vecindario el mayor espanto y po-
niendo á los regidores en uno de los más serios apuros.
Después de ver al Gobernador, al mariscal Jourdan y á
otros generales en vano, los regidores Rena, Navas y Do-
mínguez de la Torre, acudieron adonde el rey, pudieron ver-
le y le pidieron enérgicas disposiciones para contener tan
bárbaros desenfrenos. Lograron que se les diera un capitán
con algunos soldados, los cuales, ayudados por las rondas de
burgaleses, pudieron echar de las calles á la indisciplinada
soldadesca, por lo que los regidores obsequiaron a los indivi-
duos de aquella guardia con 8o reales y unas botellas de vino
generoso.
¡Es de presumir cómo se hallaría el vecindario!
Por la tarde de dicho día 12, pidieron los franceses 500
raciones de aguardiente y otras tantas de pan con destino á
los trabajadores del castillo, ocupados sin duda en terminar
las diferentes minas que venían construyendo en el fuerte,
para hacer á Burgos una despedida ruidosa y un obsequio
digno de todos los que la habían ya hecho. No se pudo dar to-
do lo pedido, y menos mal que se conformaron. Después se
dispusieron para sacar de la ciudad todos cuantos bueyes en
ella existían, reunidos al efecto en San Pablo, y al conocer
los regidores que los pobres burgaleses, y sobre todo los en-
fermos de los hospitales, no hallarían al día siguiente ni un
mal pedazo de carne, se presentaron al Comisario de Guerra
y le suplicaron dejase algunos de aquellos animales para que
los enfermos y el pueblo no perecieran. Se apiadó aquel jefe
y dejó ¡un bueyl
Y entre la incertidumbre, la ansiedad, el temor en todos,
amaneció el día 13 de Junio de 1813, día también memorable
para la ciudad. Apenas habían dado las seis de la mañana, y
cuando hacía apróximamente una hora que todo el cuartel
general y la mayor parte de las fuerzas habían salido hacia
Vitoria para recoger al paso las tropas de los cantones,
los franceses, que habían estado en el castillo construyen-
do diversas minas, para inutilizar aquel fuerte, pero de
manera que la población sufriera el menor destrozo posi-
ble, dieron fuego á esas minas, las cuales reventaron con
estruendo verdaderamente espantoso, derribando en pedazos
aquella mole de piedra, que á tantos siglos y á tantos ataques
se había resistido, que representaba toda la historia militar
de la ciudad, que era el recuerdo más glorioso de los bellos
días de Burgos. Las piedras cayeron á grandes distancias, sin
causar estragos, viendo volar muchas desde el Consistorio
los regidores, los cuales presenciaron cómo una de aquéllas
de gran tamaño, daba en la esquina de una de las gradas del
pedestal de la estatua de Carlos 5°, y la arrancaba la punta.
Hasta hace pocos años, en que se formaron los jardines
en la Plaza Mayor y se arreglaron las gradas y el pedestal de
la estatua, ha permanecido dicha grada sin la dicha punta.
Ni las vidrieras de las casas cayeron, dicen los regidores
en el acta que levantaron en aquel dia. Sin embargo, de las
casas más próximas al fuerte, muchos cristales cayeron hechos
casi polvo. Y los pintados de la Catedral, ya tan destrozados
desde el sitio del Castillo, desaparecieron del todo en la ma-
yor parte de los ventanales.
Algunas puertas, como las de la iglesia de San Esteban, se
abrieron súbitamente, sin el menor deterioro de fallebas y ce-
rraduras, y otros raros hechos pudieron ser entonces obser-
vados.
Los franceses sufrieron bastante más que los vecinos de
Burgos las consecuencias de la voladura del fuerte; pues,
habiendo sin duda errado en el cálculo sobre la distancia á
que estarían ya sus tropas en el momento de la explosión,
las piedras y otros proyectiles las alcanzaron, causando en
ellas más de doscientos muertos.
Esto mismo, y el haberse librado la ciudad de los destro-
zos y muertes que podían esperarse de hecho tan brutal, lo
atribuyó el pueblo á milagro concedido por Dios mediante
S. Antonio de Padua, muy venerado por los burgaleses, y la
fiesta del cual se celebraba en aquella fecha.
En el mismo dia 13 de Junio, en que desapareció el casti-
llo y desapareció también el enemigo, recibieron los regido-
res un oficio del brigadier D. Julián Sánchez, en el que pedía
que, para el dia siguiente, 14, á las nueve de la mañana, se
tuvieran dispuestas 2ooo raciones completas, destinadas á las
tropas que llegarían. Y efectivamente, en la mañana de dicho
dia, entraron en Burgos unos dos mil soldados españoles al
mando del coronel del Regimiento de la Victoria, D. Ricardo
Palma, el cual se apoderó de la ciudad en calidad de Coman
dante interino de la plaza, hospedándose en la casa de la viu-
da del boticario de Vega.
Seguiremos hablando de este tema y de como se pretende depositar el contenido de este Gran Convoy en el Arco de Santamaría, sede del Ayuntamiento que resulta ser demasiado pequeño para guardar las millares de cajas y enseres que están llegando, motivo por el cual, parece ser, se decide llevarlo al Castillo. Hecho que se relaciona con la solicitud de carros para poder transportarlo precipitadamente a Vitoria, en las jornadas previas a la voladura del Castillo.